La
autodestructiva energía de la queja.
Quien
no afronta de cara los problemas de la vida está en la queja, aunque
crea que está en la aceptación.
La
acción es la superación de la queja.
La
queja surge de la conjunción de la desconfianza con la
impotencia, con el sentimiento de impotencia.
Si
solo se desconfía del otro pero la persona se siente capaz de
abordar y solucionar por sí mismo el problema o la situación en la
que se encuentra, en lugar de quejarse actúa.
Si
la persona solo se siente impotente, pero confía que el otro le
prestará la ayuda que necesita o que le solucionará el problema o
le sacará de la situación desagradable en la se encuentra, no se
queja, sino que pide o suplica la ayuda de la persona en quien
confía.
La
desconfianza se contagia, es especular, la desconfianza de
una persona se refleja en todos cuantos trata y con quienes se
relaciona: las personas no suelen fiarse de quienes desconfían de
ellas y menos de quienes desconfían en general de casi todo el mundo
(1). Y una vez que la persona se ha contagiado de la queja, la
aprende y comienza a desconfiar en casi todas las situaciones. La
superación de la desconfianza en las personas aún no despiertas es
gradual; por eso cuando se desconfía de ellas vuelven a su estado
aprendido de desconfianza.
Muchas
personas, con acierto o no, deducen que el otro desconfía de ellas:
1)
por la información que les esconde (si saben, intuyen o imaginan que
se la esconde),
2)
porque no les hace caso cuando le dan el consejo que el otro les ha
pedido y,
3)
sobre todo, cuando el otro les encarga cosas o les atribuye
responsabilidades “de mentirijillas”, es decir, reservándose la
verdadera capacidad de tomar las decisiones que luego se van a
implementar.
En
las organizaciones jerarquizadas, cuando la desconfianza está
extendida a un número significativo de personas, es porque se está
transmitiendo y contagiando esta desconfianza desde la cúspide de
mando: la desconfianza de los jefes supremos hacia los mandos
intermedios o hacia las personas de base de la organización provoca
en poco tiempo la desconfianza de aquellos mandos más inteligentes y
produce sumisión servil, a veces abyecta, en los otros mandos
intermedios.
El
resultado es casi siempre el mismo: el general que no confía en sus
capitanes está irremediablemente perdido, el capitán que no confía
en la tropa a su mando suele fracasar en sus misiones.
La
impotencia se aprende. Se puede aprender de niño o de joven, y
la impotencia suele tener su raíz y su fuente de alimentación en el
sentimiento de impotencia. Este sentimiento suelen sembrarlo en el
niño los padres, los maestros, los profesores; y en los jóvenes,
además de los ya citados, los jefes, los falsos gurús, los falsos
maestros espirituales y los falsos líderes. Es decir, el sentimiento
de impotencia lo siembran, riegan y favorecen aquellas personas que
tienen algún poder significativo sobre el niño o sobre el joven, y
que, por manipulación o inseguridad en sí mismos, adoptan esa
táctica con el niño o joven.
El
mecanismo es usualmente el mismo:
1.-
o bien se desmotiva a la persona desde la supuesta sabiduría de
quien detenta el poder (para ello es necesaria la confusión entre
autoridad y poder -confusión bastante frecuente y que se alienta y
sustenta desde el poder mismo),
2.-
o bien se le ordena que haga algo distinto y normalmente incompatible
con lo que esa persona quiere hacer,
3.-
o bien se desvaloriza lo que ya ha hecho,
4.-
o bien el manipulador o “educador” hace lo que esa persona debe o
quiere hacer en su lugar
5.-
o una combinación de todas estas tácticas.
El
niño o joven está en la creencia de que el manipulador solo quiere
su bien, y que el comportamiento que tiene con él es resultado de su
incapacidad para hacer las cosas correctamente. La conclusión que
saca ese niño o joven es el sentimiento de incapacidad para hacer
correctamente lo que quiere o debe hacer.
Conviene
aclarar aquí que me estoy refiriendo al sentimiento real de
impotencia, al que siente quien pudiendo hacer algo para cambiar lo
que ocurre o piensa que va a ocurrir, no lo hace porque siente que de
nada servirá su acción, a la postre es una desconfianza del sujeto
en sí mismo. No considero impotencia la consciencia de la propia
incapacidad para cambiar lo que no está en la mano del sujeto
cambiar, como que el Sol gire alrededor de la Tierra, que los
triángulos tengan cuatro lados o que mañana nieve en Argel para
poder ir esquiando al trabajo (si vivo en Argel).
La
consecuencia inmediata del sentimiento de impotencia es la inhibición
de la acción: quien se siente impotente no actúa porque cree que lo
único que conseguirá con ello es perder tiempo y energías, cuando
no la desaprobación, la censura o la burla ajena.
Cuando
un adulto ha aprendido y vive en el sentimiento de impotencia
cualquier persona que tiene ascendencia sobre él puede con facilidad
mantenerlo en ese sentimiento; para ello únicamente ha de hacerle
sentir falso, insignificante, miserable o incapaz de salir de su
situación por sí mismo (este es el núcleo sobre el que se
construye el “lavado de coco” que practican muchas sectas, pero
volveré sobre ello en otro post).
Quejarse
y no hacer nada para superar una situación es un aprendizaje. Se
aprende la queja cuando la persona aprende a no
afrontar los problemas de la vida, a no defenderse o a no
defender lo suyo. Quien defiende a sus hijos o intenta cobrar lo que
se le debe no está en la queja; quien no lo hace y se lamenta por
perder a
sus hijos sin haberlos
defendido, o se lamenta
de no cobrar lo
que le corresponde, es
quien realmente está en la queja.
Como
la queja supone desconfianza y sentimiento de impotencia, quejarse
refuerza ambos. Con la queja se instala la persona en el reino de la
desconfianza y la impotencia: cuanto más y mejor se queja más
afianza las murallas de ese reino.
El
resultado de la queja es paralizante y, sobre todo,
autodestructivo, pues la persona que entra en la
queja se declara y convierte en impotente, se aísla como resultado
de la desconfianza que está reforzando, y se debilita al consumir
sus energías quejándose. Soledad, agotamiento e impotencia son las
consecuencias secundarias de la queja; la autodestrucción interior,
la autodestrucción de la propia imagen, es la consecuencia de la
consecuencia.
Quien
no afronta de cara los problemas de la vida está en la queja, aunque
finja o crea que está en la aceptación.
Detrás de su aparente aceptación late la impotencia y la
desconfianza en sí mismo.
La
fingida aceptación del santón o santurrón (que muchas veces se
engaña a sí mismo diciéndose que no está fingiendo nada, que
realmente lo está aceptando todo tal cual es), o del pretendidamente
iluminado, no es más que una represión de la queja: convencido de
su impotencia para cambiar nada e inmerso en la desconfianza en sus
propias capacidades,
aceptar implica, para este tipo de personas, no hacer nada para
modificar ninguna situación o estado, ni siquiera quejarse.
Sin
embargo, la
expresión máxima de la queja es quejarse de la
queja
misma,
queja
que
normalmente se atribuye a los demás:
son
los demás quienes se quejan, yo me limito a señalar un hecho.
Este rizar el rizo es la queja en estado puro, la acción
verdaderamente inútil y destructiva de cuanto podemos crear,
incluyéndonos a nosotros mismos.
De
entre esos expertos en “señalar” las quejas ajenas, los más
peligrosos son quienes se creen que es eso justamente lo que están
haciendo: señalar un hecho; sin ser conscientes de que su verdadera
acción es quejarse de la queja que ven en los demás, que realmente
ven reflejada en los demás. No son capaces por ello de descubrir que
realmente se están quejando de su propia desconfianza y sentimiento
de impotencia.
Hay
también otro tipo de quejoso de la queja:
aquella persona que realmente sabe qué
está haciendo pero finge estar señalando un hecho desde una
posición privilegiada de sabiduría o desde su aguda observación.
Estos son los verdaderamente manipuladores, pero es
precisamente a ellos a
quienes se les
descubre
con más facilidad: únicamente
las personas sojuzgadas mediante la sumisión o que han comprado la
autodestrucción que les han vendido, pueden ser engañadas una y
otra vez con el cuento de que son “malos” porque siempre se están
quejando.
Como
bien señala Darwin Grajales en una de sus hermosas canciones, la
superación de la queja es la acción; elegir actuar para salir
del problema o de la situación
que no se desea en lugar de quejarse porque se está en esa situación
o se tiene ese problema. Cualquier otra elección o es engaño o
abandono de la vida consciente y plena.
Abu
Fran. Abdal
NOTAS:
(1)
Quiero
recordar aquí las palabras de Gandhi, que aunque no dicen nada que
no sepamos todos, conviene refrescarlo:
“La
vida me ha enseñado:
que
la gente es amable, si yo soy amable;
que
las personas están tristes, si estoy triste;
que
todos me quieren, si yo los quiero;
que
todos son malos, si yo los odio;
que
hay caras sonrientes, si les sonrío;
que
hay caras amargas, si estoy amargado;
que
el mundo está feliz, si yo soy feliz;
que
la gente se enoja, si yo me enojo;
que
las personas son agradecidas, si yo soy agradecido.
La
vida es como un espejo: Si sonrío, el espejo me devuelve la
sonrisa.”
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