La realidad es lo que acaece. Lo que acaece
son los hechos.
Ludwig Wiggenstein.
Todo fluye, nada permanece, la única
realidad es lo que ocurre, y lo que ocurre es el cambio, el continuo
e inexorable mudar de todo cuanto existe.
Estas afirmaciones de Heráclito “el
Oscuro” intranquilizaban bastante a la nobleza griega, y Zenón,
Platón y Aristóteles, entre otros muchos, salieron al paso para
tranquilizar a una aristocracia temerosa de que las cosas cambiasen,
temerosa de que no hubiera una garantía metafísica de la
inmutabilidad de sus privilegios. Algo al menos tenía que
permanecer: los dioses, las almas, la esencia de las cosas, el
universo inmutable, las leyes…
La permanencia se aseguró ideológicamente
por dos vías: 1) la de la esencia de todo cuanto existe, que es
inmutable y eterna, y 2) la del mismo acontecer que se repite a sí
mismo una y otra vez como un eterno retorno: todo se repite, la
historia, la vida, la naturaleza, todo gira como una rueda repitiendo
un ciclo inacabable en el que la verdad es el centro, lo inmutable en
medio del aparente cambio.
La filosofía y teología cristiana y
musulmana1
heredan esta concepción, y con ellas la hereda todo occidente, hijo
híbrido de ambas culturas (y del judaísmo, antecedente, raíz y
padre de las dos grandes religiones patriarcales monoteístas). Desde
ese momento la esencia de la cosas, y especialmente y para lo que a
nosotros nos interesa en este escrito, la esencia del ser humano será
lo permanente, lo inmutable y, además y emulando a Platón, lo
verdaderamente real, lo verdadero. Lo otro, el cambio, la evolución,
es lo aparente, mera sombre de una realidad que no alcanzamos a ver
con nuestros sentidos.
La ciencia occidental agudizará las
contradicciones internas de esta concepción esencialista e
inmobilista (fixista, que se decía en la edad media).
Por un lado porque al convertirse en el
modelo de verdad se hace incompatible con las antiguas y ancestrales
metafísica y ontología fundadas y garantes de la inmutabilidad. En
la medida en que la ciencia progresa sus teorías y verdades son
reemplazadas por otras. La verdad para la ciencia es siempre
temporal, sujeta a cambio permanente, lo que es hoy científicamente
verdad, será mañana sustituido por una verdad nueva, más eficaz,
más acorde con nuestra práctica y nuestra vida en este universo
cambiante.
Por otro lado porque los descubrimientos de
la ciencia nos conducen a un universo en continuo cambio, en continua
evolución, y a unos seres vivos y a un ser humano también en
continuo cambio, sujeto a la misma evolución incesante que les ha
dado origen.
El mismo ser humano como especie es producto
de la evolución a la que está inevitablemente sometido, y por la
que desaparecerá como la especie biológica que hoy es para dar paso
a otra u otras especies distintas. Como individuo humano está
igualmente sujeto y sometido a un cambio constante, a una evolución
que sólo puede fingir que es capaz de deterner o incluso soñar que
es mera ficción de un trasfondo invisible, esencial e inmutable.
La sociedad en la que este ser humano vive y
crece, y en cuyo seno evoluciona y cambia, está a su vez sometida
también a un cambio y evolución ineluctable, que hace que ninguna
época sea igual a la anterior, que nada de lo que fue válido ayer
lo sea hoy en la misma manera y modo, una sociedad inpermanente en la
que cambian las costumbres, las leyes, las verdades, las formas de
vida, los instrumentos disponibles, las morales de cada pueblo, los
vestidos, las comidas, las religiones, las formas de relación entre
sus miembros, sus formas de organización política, la economía,
todo.
Sin embargo las formas de pensar pretéritas,
tributarias de un mundo y una sociedad que ya no existen, como
condicionamientos colectivos fuertemente anclados en el inconsciente
de nuestras sociedades, insisten en volver a nuestra verdadera e
inmutable esencia, que, dado que es manifiesto que no tenemos,
afirman que el ser humano ha perdido.
Volver atrás, recuperar lo pasado, lo que
fue, lo que sirvió, se convierte en la consigna de saberes que
pugnan aún por mantener espacios de predomio dentro de los saberes
humanos, y que encuentran esos espacios precisamente allí donde aún
no llega la ciencia: en la espiritualidad. En el campo de lo
espiritual sobreviven las religiones del pasado y las antiguas
prácticas y técnicas de conexión con lo divino. En el campo de lo
espiritual se afirma la inmutabilidad de dios y del alma humana, de
la esencia de cada individuo de nuestra especie. Y es precisamente
este empeño en mantener en valor lo que ya no sirve a un ser humano
más evolucionado y que vive en una sociedad que en nada se parece a
aquella que se sirvió de estas técnicas y doctrinas, es este
empenño el que se convierte en barrera y obstáculo para el
desarrollo de la consciencia, para la evolución de la espiritualidad
del individuo.
El mundo no son las cosas, sino lo que
ocurre, los hechos son lo que constituye el mundo. Las esencias
inmutables son ficción, y las personas y las cosas son meros
instantes de un cambio incesante e imparable, instantes que se
desvanecen a la misma velocidad a la que se crean. Todo y todos se
crea y se destruye simultáneamente, sin cesar. Todo evoluciona sin
freno. Todo cambia. Cualquier intento de detener el cambio es fracaso
seguro, ficción y aparente cordura inútil y paralizante. La vida es
cambio, sin cambio no es posible vivir.
La espiritualidad sufí recoge el guante que
la evolución de la consciencia pone como paso obligado en el camino:
lo que vale hoy no valdrá mañana, lo que vale aquí tal vez no
valga allá, lo que me sirve a mí tal vez no te sirva, lo que me es
útil hoy será mi obstáculo en el futuro.
La divinidad es también cambiante.
Evoluciona, adquiere cada vez mayor consciencia y poder, el ser
humano no es distinto de ella, es parte de la divinidad, la divinidad
habita en el corazón del ser humano y éste se convierte, cuando
está presente y consciente, en su voz, sus oídos, sus ojos y sus
manos. La conexión del ser humano con la divinidad que él mismo es,
es siempre diferente, se consigue por caminos nuevos, nacidos de los
viejos caminos. La técnicas de unión con la divinidad son cada vez
otras, modificación incesante de las técnicas antiguas, o nuevas
técnicas surgidas de la maravillosa intuición del ser divino que
somos, o de la inteligente e inspirada acción espiritual con la que
manejamos las técnicas de antaño.
Por eso la auténtica espiritualidad, la que
acompaña al ser humano en su evolución, es cambiante, evoluciona
con él. Y parece locura a los ojos de una razón y de un
entendimiento que prefiere las verdades eternas, las leyes
inmutables, que es temeroso del verdadero cambio, cambio que supone
siempre lo impredictible e imprevisible, de una razón inmnovilista
que acaba por afirmar que todo está escrito en un libro que no
cambia, que el cambio, a la postre, es mera ilusión. Para el ser
humano prisionero de la metafísica de la inmutabilidad, el sufismo
es locura y el sufí un loco ebrio.
Por eso el derviche pasa por loco y se
esconde socialmente tras el ropaje de un ser razonable. Por eso el
derviche muestra su locura cuando se le tiene por cuerdo. Por eso el
derviche educa con cuentos que causan risa y perplejidad. Por eso el
derviche se comporta de manera incomprensible y chocante.
En un mundo donde predomina una razón del
entendimiento, una razón empecinada en entenderlo todo, el sufí y
el espíritu son figuras del absurdo y muestras de una realidad que
el ser humano se niega a ver, de una realidad cambiante y en continua
evolución. Por eso el sufí asusta y molesta, porque señala hacia
un mundo en el que nada se puede predecir, en donde no sabemos qué
puede ocurrir, en donde el futuro es realmente futuro y no repetición
del pasado, y por ello desconocido, distinto a lo que fue, a todo lo
que fue.
Asusta y molesta porque el sufismo desvela
una realidad donde la seguridad no existe, donde no hay más
seguridad que el abandono en los brazos de una divinidad en
vertiginoso cambio, en rapidísima evolución, una divinidad, unas
diosas (pues la divinidad tiene miles de rostros, como miles somos
los seres humanos en los que encarna) que son inasibles, que no
podemos entender. La fusión con estas diosas asusta, espanta. Son
diosas que no están quietas, que nunca sabemos dónde estarán
mañana ni qué harán después. Son la consciencia misma del
universo inquieto e incesante. Nosotros somos esa consciencia, la
consciencia de las diosas, ellas habitan en nuestro corazón siempre
cambiante, siempre creciente, un corazón cada vez más unido a lo
divino. Presentes en un presente también inasible y velozmente
mudable.
Y como asusta y molesta se le ignora, se le
denigra, se le intenta neutralizar con la etiqueta de loco, se le
desprecia. Bendito desprecio que le permite actuar con libertad.
En esas andamos.
Abu Francesc
Abu Francesc
1
Religiones
que se desarrollaron en sociedades regidas por nuevas
aristocracias-noblezas para las que el esencialismo fue también
soporte y elemento tranquilizador de su temer a un cambio que les
privase de sus privilegios. El régimen de castas hindú fue el
sueño que nunca consiguieron alcanzar las aristocracias europeas y
africanas; las castas son la encarnación social del esencialismo y
de sus diferencias ontológicas establecidas para los seres humanos.
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