El
diccionario define la genialidad como la “Capacidad y
facilidad que tienen algunas personas para crear o inventar cosas
nuevas y admirables o para realizar alguna actividad de forma
imaginativa y brillante”.
En
un principio se pensó que la genialidad estaba vinculada a la
inteligencia, es decir, al Cociente Intelectual, sin embargo Lewis
Terman, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se dedicó,
tras la Primera Guerra Mundial, a seguir la pista a un grupo de
superdotados, identificó y localizó a 1.470 niños con un CI
superior a 140, a los que se conocía popularmente como «las
Termitas». Terman siguió con ahínco, y hasta el final de sus días
su evolución, convencido de que entre ellos se encontraba la futura
élite intelectual, política y financiera de Estados Unidos. Pero no
fue así: cuando «las termitas» llegaron a la edad adulta, Terman
se topó con una triste realidad: aunque algunos de sus niños genios
llegaron a publicar libros y ganaron premios científicos, ninguno de
ellos llegó a ser una figura pública reconocida por sus logros.
Ninguno fue premio Nobel, Pritzker, Pullitzer, o algo que se le
pareciera. Y no sólo eso, uno de los hombres no incluidos en el
estudio de Terman -excluido por tener un CI inferior a los límites
impuestos- se convirtió en su edad adulta en ganador del premio
Nobel de física: William Shockley, coinventor del transistor,
y ciertamente, un genio.
Elkhonon
Goldberg (nacido en 1946, neurólogo y científico neurocognitivoi),
afirma que, por más que la genialidad no se sepa de qué depende,
podemos afirmar que se posee desde una temprana juventud, y que no
requiere de un largo entrenamiento ni preparación para su
manifestación.
Sin
embargo el diccionario dice que la sabiduría es un “conjunto
de conocimientos amplios y profundos que se adquieren mediante el
estudio o la experiencia, y
que permiten que la persona actue
con sensatez, prudencia o acierto”.
Y
añade la Wikipedia que en la sabiduría se destaca el juicio sano
basado
en el conocimiento y en el entendimiento;
la aptitud de valerse del conocimiento con éxito,
y el entendimiento para resolver problemas, evitar o impedir
peligros, alcanzar ciertas metas, o aconsejar a otros.
Para
gran parte de los psicólogos que estudian el tema, la sabiduría es
distinta de las habilidades cognitivas medidas por los exámenes de
inteligencia.
La sabiduría
es con frecuencia considerada como un rasgo que puede ser
desarrollado por la experiencia, pero no enseñado.
Solo
de estas
primeras
y someras
aproximaciones
podemos destacar ya
una
primera diferencia entre genialidad y sabiduría: la primera se posee
desde muy jovenii,
o tal vez desde el nacimiento, y requiere muy poco entrenamiento para
que se manifieste, mientras que la sabiduría se adquiere con la
experiencia, o con el conocimiento que se adquiere a lo largo de la
vida o del estudio, es decir, la sabiduría requiere tiempo para
manifestarse, por lo que no es una característica propia de la
juventud. Acorde con estas consideraciones, la imagen popular
tradicional del sabio es la de un individuo viejo, cuando no anciano,
que ha adquirido un especial y profundo conocimiento a lo largo de
los muchos años de su vida y/o estudio, y en su dilatada
experiencia, y,
lo que es más importante, que sabe aplicar ese conocimiento a los
problemas que surgen , casi siempre nuevos, con éxito.
La
característica coincidente de la genialidad y la sabiduría es que,
al parecer, ni una ni otra pueden enseñarse.
Y
tal vez ni una ni otra requieran un largo entrenamiento.
Indudablemente la sabiduría presupone toda una vida antes de poder
ejercerse, pero el conocimiento y la experiencia adquiridas a lo
largo de esta dilatada vida no constituyen la sabiduría, sino
únicamente una condición indispensable para que ésta pueda
manifestarse, ejercerse. La sabiduría es la aplicación exitosa de
este conocimiento y de esta experiencia a los nuevos problemas que
surgen en la vida (y en la investigación, por ejemplo). Citando de
nuevo a Goldberg, lo que el sabio sabe hacer es reinterpretar la
información sobre la nueva situación o problema como un caso
especial de un tipo más general de situaciones o problemas, al que
se le puede aplicar un tipo de solución semejante a los que han
funcionado en los otros casos similares.
Lo
que hace único al sabio es que esta generalización de los problemas
y situaciones, esta tipología que los agrupa en distintas clases de
problemas o situaciones, no es percibida por los demás, sino
únicamente por él y por los otros sabios que son parecidos a él:
las demás personas de edad disponen tal vez de los mismos
conocimientos y de tan gran experiencia como el sabio, sin embargo no
ven la nueva situación como un caso particular de un tipo general de
situaciones, no es para ellos una situación tipo, por lo que no
pueden aplicar ninguna de las soluciones que han funcionado en el
pasado. Ciertamente el sabio no aplica una solución vieja a un
problema nuevo, sino que adapta una solución vieja a un problema
nuevo del mismo tipo o clase, problemas todos ellos que se solucionan
de manera parecida.
Podemos
pues entender ahora por qué cuando necesitamos un genio o un sabio
tenemos un problema difícil de solucionar, pues ninguna de las dos
características pueden enseñarse. Es cierto que el sabio requiere
conocimiento y experiencia, pero ni uno ni otra bastan para hacer
sabio a nadie (sino todos los viejos serían sabios, y es fácil
comprobar que hay viejos estúpidos). Y también es cierto que el
genio lo es desde muy joven, pero tampoco la juventud hace de nadie
un
genio.
Si
necesitamos un genio tenemos que buscarlo. Si necesitamos un sabio
tenemos que buscarlo. Una vez los encontramos hay que darles la
formación que uno u otro precisarán para que su genialidad o su
sabiduría sean provechosas para lo que pretendemos; si nos
equivocamos de persona no solo nos frustraremos, sino que habremos
desperdiciadoiii
cuanto invirtamos en su formación. Y este desperdicio será tanto
mayor en el caso de que andemos necesitados de una persona sabia.
Además,
para el caso de que necesitemos un sabio, el problema que tenemos es
que se requiere mucho tiempo para proporcionarle los conocimientos o
experiencia que precisa (o para que los alcance), un tiempo del que
puede ser que no dispongamos. Al sabio lo necesitamos ya formado.
La
selección de estas personas es pues la clave para poder tener
disponible un genio o un sabio, y nuestra tarea es afinar nuestro
criterio y habilidad para distinguir estas cualidades en las
personas. La
selección de este personal es el momento crucial del proceso de
creación de un equipo en que que operen
sabios y/o genios, como son, por ejemplo, los equipos de
investigación, o los
de
innovación permanente, o los
de
abordaje de problemas y situaciones radicalmente nuevos y
desconocidos.
Paco Puertes
Paco Puertes
i
Actualmente Elkhonon
Goldberg es
catedrático de neurología en la Universidad de Nueva York, jefe
científico del Advisor
of SharpBrains, y
fundador y director del
Insituto
Neurocientífico Luria.
ii
Por citar solo a algunos, diré que cuando
Wolfgang Amadeus Mozart tenía cuatro años tocaba el clavicordio; a
los seis, con destreza, el clavecín y el violín, además de
componer pequeñas obras de considerable dificultad. Con 15 años
fue admitido en la Academia Filarmónica de Bolonia, un lustro antes
de lo permitido. En 1777, con solo 21 años, compuso su famoso
Concierto
para piano y orquesta nº 9 en mi bemol mayor.
Miguel
Ángel,
entró
con 12 años en el taller de los Ghirlandaio como aprendiz y con 23
esculpió La
Piedad
del
Vaticano. En 1505, cuando tenía 30 años, el Papa Julio II le
encargó la realización de su monumento fúnebre, proyecto que
entusiasmó al artista y que el pontífice abandonó. En 1508 aceptó
dirigir la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina.
Mary
Shelley publicó Frankenstein
con
21 años, tras concebir la idea de la novela durante un sueño, y
Arthur Rimbaud pasó a la posteridad por una obra poética compuesta
desde la adolescencia hasta el comienzo de la veintena.
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