MI MAESTRO








EL MAESTRO
Hoy quiero hablaros de uno de mis maestros.
En los últimos años del franquismo, un grupo de personas interesadas en las enseñanzas de un seij sufí que ejercía como general del ejército británico, le propusieron que acudiera a Madrid para poder hablar directamente con él (entonces hablar por teléfono con el extranjero era sumamente dificultoso y muy caro, amén de las ineludibles escuchas de los servicios de información del régimen). El hombre aceptó.
Para la ocasión se alquiló una sala, se dispuso en ella una mesa con una silla en una pequeña tarima, y frente a ella se alinearon varias filas de sillas para que se sentaran quienes querían escuchar al general y hablar con él.
Los organizadores no dieron ninguna publicidad al acto, pues no tenían interés en hacer propaganda de algo que no conocían bien y que no sabían si, a la postre, tendría verdadero interés. Pese a todo la noticia se filtró en algunos círculos y llego a oídos de algunos periodistas que consideraron que la charla de un general sufí era noticia publicable, y mucho más en una España donde casi nadie sabía nada del sufismo. Aquello parecía resultarles muy exótico.
Cuando llegó el día, veinte minutos antes de la hora prevista para intervención del general, media docena de periodistas ya estaban en la sala. El general se enteró de ello. Poco a poco fueron también acudiendo, además de los organizadores, algunos curiosos.
Llegó la hora y el general no aparecía, un cuarto de hora después de la acordada aún no había llegado, ni llegó tampoco media hora después, ni pasados tres cuartos. Cuando al final apareció ya llevaba una hora de retraso, y varios periodistas y muchos curiosos se habían marchado ya, tal vez urgidos por las tareas que pensaban hacer después de la hora a la que ellos preveían que acabaría el acto, o tal vez indignados por la falta de formalidad y de respeto que suponía el retraso.
El general entró tambaleante por la puerta. Con el traje visiblemente desaliñado, la corbata torcida y mal anudada, el faldón izquierdo de la camisa fuera del pantalón, el cuello de la chaqueta doblado por su parte derecha, el sombrero ladeado…, apestaba a alcohol. Dos personas se acercaron ofreciéndose a ayudarle a llegar a la tarima, él los rechazó con un gesto brusco. Antes de llegar a la tarima trastabilló, se inclinó sobre sí mismo y vomitó, manchándose su blanco pantalón. Por fin consiguió llegar a la mesa y sentarse en la silla dispuesta al efecto, colocó su brazo sobre la mesa y recostó su cabeza sobre él para dar una cabezada.
Fue la gota que colmó el vaso. Los pocos periodistas y curiosos que quedaban abandonaron la sala pensando que se trataba de una broma de mal gusto, o que, en todo caso, no merecía la pena escuchar lo que tenía que decir un general borracho que se hacía pasar por un seij sufí.
Cuando ya se habían ido, el general levantó la cabeza, recompuso su porte y preguntó:
- Ya se han ido todos?
Evidentemente ese “todos” no se refería a las ventipocas personas que aún quedaban en la sala.
- Entonces podemos comenzar – añadió.
Y comenzó tranquilamente a hablar en un castellano perfecto con un agradable acento argentino.
Después de esa dio muchas más charlas y conferencias, y participó en varios congresos y reuniones en España.
Más de 30 años después, a final del verano del 2005, mientras estaba reunido con más de 800 de sus discípulos en un retiro en Arcos de la Frontera, y ya con una avanzada edad, enfermó. Lo llevamos al hospital de Jerez de la Frontera donde falleció. Su familia lo enterró en Londres, al lado de la tumba de su padre.
No leí ninguna reseña de su muerte en ningún periódico español.

Abu Francesc


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