EL PERDON COMO VENGANZA.
Perdonar. Debemos perdonar, empezando por
nosotros mismos: perdonarnos y perdonar a los demás. Lo leemos en
casi todos los manuales de autoayuda, en los bien intencionados y no
tan bienintencionados libros de la New Age, forma parte de las
recomendaciones de muchas escuelas psicológicas, lo predican las
principales religiones de nuestro orgulloso accidente…., en nuestra
sociedad es un dogma que casi nadie se atreve a discutir, y quien lo
hace se expone a ser tratado de egoísta, o de reaccionario, o vaya
usted a saber qué. Incluso se llega a afirmar que el perdón es la
renuncia a la venganza.
Paul
Joseph Goebbels (Rheydt,
29 de octubre de 1897 – Berlín, 1 de mayo de 1945), que fue
un político alemán
que ocupó el cargo de Ministro
para la Ilustración y Propaganda del Tercer Reich
entre 1933 y 1945, y uno
de los colaboradores más cercanos de Adolf
Hitler, tenía entre sus principios más eficaces (y aplicados
sistemáticamente) que cualquier mentira repetida una y otra vez
acaba por convertirse en una verdad. Y el dogma que acabamos
de señalar es uno de estos casos, tal vez uno de los más
paradigmáticos.
Hace más de un siglo F. Nietzsche (i)
ya nos había advertido sobre el carácter perverso del perdón y la
daga envenenada que esconde en su interior. Nietzsche recibió amplio
reconocimiento durante la segunda mitad del siglo XX como una figura
significativa en la filosofía moderna. Su influencia fue
particularmente notoria entre los filósofos existencialistas,
críticos, fenomenológicos, postestructuralistas y posmodernos, y en
la sociología de Max Weber. La expresión de “maestro de la
sospecha”, que acuñó Paul Ricoeur y aplicó a Nietzsche (ii),
ha cuajado en la terminología filosófica occidental. Sin embargo
sus palabras se olvidan o se ignoran, y, por ejercer yo también de
sospechador, sospecho que muchas veces de forma malintencionada. Esta
situación es indudablemente sospechosa, pues las tesis de Nietzsche
no se descartan por éste a aquel motivo, ni se rebaten, ni se
discuten, sencillamente se ignoran pese al gran predicamento del que
goza el autor entre los pensadores de estos lares.
Dos cuestiones surgen inmediatamente ante
esta situación: la primera es el por qué se ignoran de las tesis de
Nietzsche sobre el perdón; la segunda lo que puede haber de acertado
o erróneo en la percepción de Nietzsche.
La mejor opción entre las posibles
explicaciones de la aparente ignorancia de la verdadera naturaleza
del perdón, pese haber sido denunciada y analizada desde más de un
siglo por la filosofía occidental, es la prevalencia del
cristianismo entre nosotros, y el hecho de que la doctrina del perdón
sea uno de los núcleos de su prédica (aunque evidentemente no de la
práctica de los cristianos). Mantenerse dentro de los parámetros
socioculturales del cristianismo implica considerar que el perdón es
algo aconsejable y bueno, es un camino que nos lleva al reino de los
cielos.
Que se admita también esta tesis entre las
gentes de la New Age y sus actuales derivaciones y descendendientes,
tan sólo nos indica que el cristianismo hunde también sus raíces
en estos movimientos espirituales, que nunca salieron de su esfera.
Como no podía ser menos en un movimiento espiritual que se incardina
en el occidente milenariamente cristiano. El coqueteo con las
filosofía y espiritualidades de oriente no es más que eso, un
simple coqueteo, su profundo mensaje y esencia ni siquiera ha sido
arañado por la gran masa de seguidores de estas nuevas
espiritualidades occidentales.
Valgan estas anotaciones como sugerencias
para adentrarse en la investigación de las raíces de la sospecha de
que el cristianismo sigue siendo la raíz cultural, espiritual y
moral de la gran parte de los movimientos filosóficos y espirituales
de occidente. Entre algunos de nosotros el cristianismo está en
nuestra sombra: forma parte integral de nosotros, pero nos avergüenza
y nos negamos a admitir este hecho en público.
La siguiente cuestión comienza con el
análisis de Nietzsche y podemos con facilidad ir un poco más allá
con la intención de cerrar el círculo.
El perdón nace siempre de una deuda.
Indudablemente podemos perdonar a quienes nos deben algo (y así reza
el padrenuestro cristiano: “...perdónanos nuestras deudas como
nosotros perdonamos a nuestros deudores...”) y tal vez ese sea
el significado primigenio del perdón. La deuda puede ser una deuda
de dinero, pero también puede ser de otro tipo, de derechos (le debo
el reconocimiento de un derecho a alguien a quien se lo negué), de
cosas concretas, y, en la cúspide de las deudas, de sangre. La deuda
de sangre sería la más difícil de perdonar.
En todos los casos la deuda se origina
porque antes yo me aproveché o gocé de otro, o de sus bienes, o
bien porque le dañé de algún modo. En todos los casos nace entre
ambos, entre el deudor y el acreedor la obligación de restituir, de
pagar el precio de aquello de lo que el deudor se benefició o de lo
que privó al otro (en las deudas máximas de sangre se priva al otro
de la presencia de un miembro de su clan o de su familia, de aquel
miembro a quien el deudor ha dado muerte), o de sufrir una pérdida
semejante para compensar el desequilibrio causado..
No obstante el deudor no es siempre quien ha
gozado o dañado al acreedor, pues las deudas se transfieren y se
heredan: así la deuda de un padre la puede heredar un hijo, la de un
socio puede tener que pagarla otro socio, la de un pueblo pueden
tener que pagarla las futuras generaciones de ese pueblo.
Con el surgimiento de los monoteísmos
patriarcales aparecen unos nuevos dioses abstractos (iii).
Dioses únicos todos ellos (para cada cultura monoteísta se trata de
un sólo y único dios, el suyo), que se convierten en los garantes y
guardianes de las diferentes culturas patriarcales, así como en su
fundamento (no entraré aquí a analizar este punto, pues, como una
buena minifalda, este escrito conviene que sea corto para que resulte
sugerente).
El dios único es tan omnipotente como
débil, se muestra tanto más omnipotente cuanto más débil y
necesitado de protección está, y está tanto más necesitado de
protección cuanto más débil es el sistema social al que sirve de
fundamento y que justifica. Nace y crece tan débil que hasta un
simple pensamiento humano le hiere, le ofende, le daña (y tanto más
una palabra o un acto humano); y de ese daño surge la obligación de
restituir, es decir, del daño que se infringe al dios único, que se
suele llamar pecado, nace una deuda para con él, una obligación de
restituir.
Si la deuda es de dinero, su importancia y
valor depende sólo de la cantidad adeudada, pero si la deuda nace de
una ofensa, su valor depende de la grandeza y dignidad del ofendido:
no es lo mismo ofender a una pordiosera que ofender a un rey.
Cuando el ofendido es dios, la deuda es
impagable. Por eso la única forma de estar en paz de nuevo con él
es el perdón, el perdón de dios, del acreedor.
Pero este dios monoteísta no suele perdonar
si no se muestra la firme voluntad de pagar la deuda, por impagable
que sea, es decir, si no se muestra la intención de sufrir tanto
daño como el padecido por dios con la ofensa. Como hemos dicho la
deuda es impagable y ni con nuestra propia vida la podemos saldar,
pero dios se puede conformar en ocasiones con el reconocimiento de
nuestro pecado y de su grandiosa majestad, junto con el inicio de
nuestro propio sufrimiento como gesto sincero de querer pagar la
deuda: reconocemos ante dios nuestro pecado y hacemos penitencia. Y
muchas veces dios nos perdona.
Lo mismo ocurre en siglos pasados cuando el
ofendido es un noble o un rey, aunque en estos casos esa penitencia
nuestra, ese daño que sufrimos para compensar el daño infringido
con nuestra ofensa, nos lo impone directamente el ofendido.
Como en el caso de dios, cuanto más débil
es el ofendido tanto menos dispuesto a perdonar estará, pues su
propia debilidad le obliga a mostrar su poder sobre el deudor para
ejemplo y escarmiento de terceros. Si el rey o el noble son fuertes y
poderosos pueden perdonar como acto de generosidad y magnificencia,
pero no pueden olvidar la ofensa: el deudor tiene que reconocer su
deuda, es decir, su culpa, o bien el mismo noble, o el rey, o los
encargados de hacer justicia en su nombre, deben considerar que en
ofensor es culpable, y que por serlo tiene una deuda que saldar.
La posición del noble o del rey se
transfiere, de la mano de la revolución burguesa, a otro ente
abstracto, la sociedad. El criminal es juzgado y condenado, y de la
condena nace una deuda con la sociedad que debe pagar, en muchas
ocasiones con el sufrimiento propio: destierro, trabajos forzados,
cárcel, e incluso la propia muerte.
Dios, el rey, el noble, o la sociedad son
los acreedores, y su perdón es prueba de su magnificencia y poder.
Son también quienes establecen las normas que los demás han de
obedecer, porque están por encima de ellos. Y son también quienes
los juzgan, directamente o a través de sus jueces, porque están tan
por encima del ofensor o deudor que pueden permitirse no ejercer la
venganza, sino impartir “justicia”.
La justicia se muestra aquí como otra
forma de restablecer el equilibrio entre deudor y acreedor distinta
de la venganza. Aparentemente el perdón sería la renuncia a
restablecer este equilibrio, es decir, la renuncia tanto a la
venganza cuanto a la justicia.
Pero todo esto, como digo, es mera
apariencia. La ley es siempre la del noble, la del rey, o la de la
sociedad (que no es más que una forma conceptual y abstracta de
ejercer el poder por las clases dominantes). La justicia lo es
también de los mismos poderes fácticos que hacen las leyes (y
recordemos que es una variante de la venganza), y es la que declara
culpable el infractor (iv).
En realidad se trata de restablecer un
equilibrio cuando lo hay, es decir, cuando una relación entre
iguales o entre semejantes se ha descompensado por el abuso de uno de
ellos. La venganza o la justicia intentan restablecerlo.
Sin embargo cuando este equilibrio no
existe, no se puede restablecer: cuando la distancia entre el
ofendido y el infractor es insalvable la deuda no se puede pagar, y
el único camino que queda es el perdón (como ocurre a veces con los
reyes, y en todo caso y siempre con dios).
El perdón exige pues varias condiciones:
1) una ley emanada de un superior al
justiciable,
2) un juicio y una condena realizados
también por alguien superior al justiciable,
3) una imposibilidad de restablecer el
equilibrio entre infractor y ofendido, porque la distancia entre
ellos es insalvable,
4) un reconocimiento de la manifiesta
superioridad del ofendido, que no sólo no necesita el pago de la
deuda, pues nada le aporta a su grandeza, sino que muestra sí su
magnificencia de forma pública.
De este modo la posibilidad de perdonar
muestra ante todos que quien puede hacerlo está en una posición de
gran superioridad sobre el perdonado. Y el perdón efectivo muestra
ante todos (v)
la superioridad moral del ofendido que perdona.
El perdonado queda ante todos, si conocen
del perdón concedido, su inferioridad frente al ofendido. Si nadie,
salvo él y el ofendido conocen del perdón, aún es más terrible,
pues muestra ante el perdonado su clara inferioridad moral sobre
aquél a quien ofendió.
El perdón se convierte así en una forma
sutil y terrible de venganza, es una forma de ofender,
despreciándolo, al perdonado, y genera resentimiento en el
perdonado, por la ofensa y menosprecio de que acaba de recibir.
Al perdonar ofendemos y nos vengamos. El
perdonado queda humillado e indigno ante sus propios ojos (y los de
quienes saben del perdón concedido). Quien perdona se engrandece
ante los ojos de todos y ante su propio ego.
Perdonar nos cierra las puertas del camino,
alimenta a nuestro ego y nos distancia del hermano.
Ser perdonado nos hiere y humilla, y nos
obliga a una tarea interior de reconstitución de nuestra propia
imagen acorde con nuestra dignidad.
Quien perdona se extravía. Quien es
perdonado tal vez se afianza en el camino, pues se ve obligado a un
trabajo de reconsideración de la insignificancia de su ego y de
encuentro con su propia dignidad, aquella que mora en el interior de
su corazón.
Si ignorantes de cuanto digo buscamos el
perdón, nos humillamos a nosotros mismos. Si somos sabedores de lo
que ser perdonado significa y buscamos el perdón, realizamos un acto
de soberbia para alimento de nuestro ego.
La única forma de no abandonar el camino
que nos queda a todos, al ofendido y al ofensor, es la
reconciliación. Por ahí andamos.
Paco Puertes.
Paco Puertes.
NOTAS:
i
Friedrich
Wilhelm Nietzsche
(Röcken,
15 de octubre de 1844 – Weimar, 25 de agosto de 1900)
fue un filósofo,
poeta, músico y filólogo alemán,
considerado uno de los pensadores contemporáneos más influyentes
del siglo
XIX.
Realizó
una crítica exhaustiva de la cultura,
la religión y la filosofía occidental,
mediante la genealogía de los conceptos que las integran, basada en
el análisis de las actitudes morales (positivas y negativas) hacia
la vida. Este trabajo afectó profundamente a generaciones
posteriores de teólogos,
antropólogos, filósofos, sociólogos, psicólogos, politólogos,
historiadores, poetas, novelistas y dramaturgos (Wikipedia).
ii
Junto a Karl Marx y Sigmund Freud.
iii
Aunque
encarnen algunas veces, en tanto que dios omnipotente y omnisciente
no deja de ser, para los humanos, un concepto abstracto.
iv
Realmente esa terminología forma parte dela ignorancia que el
sistema necesita crear de forma sistemática para sobrevivir. El
culpable lo es desde el momento en que quien lo juzga así lo
proclama, no era culpable antes de esa declaración, por lo que lo
que hace la justicia es crear un culpable: no se declara a alguien
culpable porque ya lo era, sino que se le convierte en culpable al
juzgarlo y condenarlo.
v
Aunque este “todos” se reduzca a dos, la esencia del hecho no se
desvirtúa. El perdón privado aún ensalza más a quien perdona,
que ni siquiera necesita que los demás conozcan su magnificencia.
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