DESTINO O AZAR?




EL AZAROSO DESTINO
Lo que nos ocurre puede ser a causa del azar, o bien resultado de un destino ineluctable, o bien fruto de nuestras acciones y nuestras creencias (creamos lo que creemos). Y, lo que es más probable, resultado de la acción conjunta, con diferente grado de influencia, de los tres aspectos.
Para la mente humana no es posible que todo sea resultado del azar, pues tendemos a pensar que el universo es causal, o cuando menos que existen unas regularidades estadísticas de las que es muy difícil escapar. Habría pues unas leyes, estadísticas o estrictamente causales (o mejor, una combinación de ambas características) que determinan o condicionan lo que va a ocurrir.
Entre la causalidad ineludible y la regularidad estadística, la segunda es preferible a la primera, pues aunque se tratara de causalidad determinista, el número de causas que intervienen en cualquier hecho que ahora ocurre es tan grande que su resultado tiene siempre, para nosotros, un grado mayor o menor de impredictibilidad. La regularidad estadística tiene la ventaja de admitir ese grado de impredictibilidad, al tiempo que no permite un grado de predictibilidad que acabe funcionando como una ley casi determinista.
Regularidad casi determinista cuando conocemos lo que llamamos causas, regularidad impredictible cuando el número de causas es tan grande que no somos capaces de conjugarlas todas, o bien no las conocemos, o bien su efecto es a tan largo plazo para la medida humana que vuelven a ser incognoscibles en su totalidad. Los hechos ocurren de forma más o menos impredictible, y tanto más impredictible cuanto más se alejan en el tiempo de los acontecimientos que han influido en su creación.
Establecido esto, la diferencia entre el destino y la regularidad estadística sería únicamente la existencia en el destino de una voluntad fuera de la regularidad que, contando con ella, ha dirigido y dirige el universo. Sin embargo no tenemos ninguna evidencia de la existencia de dicha voluntad extrauniversal, o extratemporal.
Lo que nos induce a pensar que puede existir dicha voluntad es un conjunto de dos o más factores.
Uno de estos factores es la necesidad de un sentido para nuestras vidas, sentido que exige, a imitación de la intención y la voluntad humanas -cuando proporcionan sentido a nuestras acciones-, una voluntad suprema que condicione con su intención lo que va a ocurrir.
Otro factor es la constatación psíquica interna de que muchas veces aquello que ocurre lo habíamos soñado, o deseado, o creído. Y si eso es así para nuestros pequeños hechos, para los hechos de nuestras vidas, con cuanta más razón no será así para la totalidad del universo?
Pero la voluntad que me atribuyo a mí no puedo atribuirla, desde el sentido común, a las piedras o a los planetas, y no veo por qué puedo atribuirla a un ser (o a una nada) del que no tenemos más noticia que algunos libros sagrados contradictorios entre sí, y muchas veces contradictorios internamente en su propio desarrollo.
Me quedo pues con la consciencia de que puedo llegar a saber o influir en lo que ocurrirá, tanto mediante acciones fundadas en mi conocimiento de las causas, cuanto en mis sueños o en la intención de mis acciones.
La existencia de una divinidad que condiciona lo que ocurre me deja convertido en una piedra inerte, a la que le ocurre lo que la divinidad ha dispuesto, igual que al resto del universo.
Dejando aparte que esta concepción no soluciona el problema de nuestra necesidad de sentido, pues dejaría sin explicar cuál es el sentido de la acción de divina, dicha concepción es contraintuitiva, pues pienso y siento que mis acciones las elijo en mayor o menor medida, y que puedo influir en lo que me ocurrirá mañana.
Vuelvo así a mi concepción de mi propia acción (al menos parcialmente voluntaria) como condicionante de lo que ocurrirá, como parcialmente creadora del futuro, como cocreadora de lo que ocurre. Sin embargo soy consciente que mi acción se une a la de otros, y que es pues muy difícil o improbable que sepa lo que ocurrirá cuando somos muchas las personas que intervenimos, y menos que sea yo quien lo determine.
Subsiste pues este conflicto entre lo que mi razón me muestra y mi experiencia de que soy capaz de intuir o saber en muchas ocasiones qué ocurrirá, e incluso de crearlo sin saber muy bien cómo, sólo deseándolo.
Pero seguimos siendo muchos a desear, muchas personas teniendo intenciones de que las cosas ocurran así o asá, cómo puedo pues acertar en lo que produzco/creo o en mi conocimiento de lo que acabará ocurriendo?
La existencia de un inconsciente colectivo me permite explicarme mi capacidad de predicción, pero no mi capacidad de creación de acontecimientos temporalmente lejanos. Tal vez ese inconsciente colectivo funciona en un doble sentido, me transmite información e incluso deseos, y es influido por mis deseos e intenciones.
Estamos pues ante una divinidad poderosa (el inconsciente colectivo) del que formo parte, del que todos formamos parte. Una divinidad que dirige la historia hacia un destino, pero que no acaba de saber si finalmente ocurrirá lo que pretende. Una divinidad a la que definitivamente se le escapa la evolución global y total del universo, aunque quede abierta la posibilidad de que existan otras divinidades con las que esta divinidad se coordine, o con las que forme parte de una entidad mayor, entidad que sería una mera hipótesis sin ningún apoyo fáctico, estamos ante “la fuerza” de las películas de “La guerra de las galaxias”.
Puedo crear, si me coloco en posición de transmitir al corazón de la divinidad mi intención, y puedo conocer lo que ocurrirá, si le escucho con atención. Mi capacidad para escuchar mi corazón me permite saber sobre el futuro y entender el presente como resultado de la acción divina, mi capacidad para sintonizar con la divinidad me permite pedirle con eficacia.
No hay destino ni azar (salvo tal vez en los grandísimos números del universo inmenso), sino regularidad y una divinidad (o divinidades, pues no está claro que no haya inconscientes colectivos locales o temporales) que contando con ella pretende dirigir los hechos hacia una finalidad perseguida.
La divinidad es poderosa, quiere y sabe, pero no es omnipotente ni omnisciente. El futuro está en nuestras manos y en las de ella, pero es también muy impredictible.
La culpa no tiene sentido, y la responsabilidad de nuestras acciones solo es la consciencia de que con ellas condicionamos el futuro, de que toda acción tiene consecuencias, pese a que a largo plazo seamos incapaces de saber cuáles serán. Salvamos nuestra responsabilidad uniendo la recta intención a nuestra consciencia de que nuestras acciones condicionan el futuro.
El sentido de mi vida es dirigir mi intención y mi acción al cumplimiento del futuro que persigue la divinidad, que persigue el inconsciente colectivo. Por eso la forma más conveniente de proceder es realizar la acción con una intención y desentenderme del resultado
Las preguntas que quedan así en el aire, fruto de una larga tradición de teología occidental, serían:
El futuro que persigue la divinidad es siempre el mismo?
Siempre guía el mismo deseo a la divinidad, la misma intención?
Su grado de consciencia no se altera nunca, es siempre máximo e inmutable?
No está acaso la divinidad en este universo, en este mundo?
Hay algo que esté en este mundo a lo que no afecte el transcurso del tiempo?
Puede haber algo fuera de este universo que actúe en él sin someterse a la acción del tiempo?
Así pues la tesis clásica de un dios inmutable, omnisciente, y todopoderoso, más allá y fuera del universo (dónde?), conviene cuando menos ponerla entre paréntesis.

 Abu Fran

 


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