USAR
EL EGO COMO DELANTAL PARA NO MANCHARNOS
El
sustancialismo es una tendencia de muchas personas que consiste en
pensar que cuando existe un sustantivo en uso en la lengua que se
habla, éste tiene un referente que es siempre una entidad, sea de
tipo físico, espiritual, emocional, o conceptual. Es decir, que ese
sustantivo se refiere a un “lago”, a algún tipo de ser o ente (o
entidad, como se dice ahora). Y muchas veces esta es la trampa en la
que se cae con el uso del término “EGO”.
Así
pensamos que el ego es “algo”, que es una entidad psíquica
existente, responsable y/o sujeto de acciones psíquicas, estados de
ánimo, emociones, decisiones, complejos, etc.
De
este modo convertimos el uso del término “ego” en una manera de
eludir nuestra responsabilidad como sujetos psíquicos. Consideramos
al ego como el responsable de decisiones y acciones que de modo
alguno nos gustaría atribuirnos a nosotros mismos, es nuestro
delantal: cuando cocinamos, para no mancharnos podemos actuar con
mucho cuidado o bien usar un delantal, de modo que las manchas vayan
a parar al delantal en lugar de a nuestra ropa, es el delantal el que
se mancha, evitando así mancharnos nosotros.
Así
construimos nuestra ficción: De nosotros, de nuestro “ser
interior” o nuestro “verdadero ser” únicamente emanan bondad,
decisiones adecuadas y percepciones certeras de la realidad. Del ego
emanan decisiones egoístas, miedos, percepciones distorsionadas de
la realidad, errores, y un sin fin de obstáculos a nuestra propia
felicidad y a la felicidad de quienes nos rodean. Nosotros, nuestro
verdadero yo es inocente. De este modo nos convertimos en niños
impotentes, a quienes domina el ego, y también en estúpidos, pues
nos dejamos continuamente engañar por él.
El
sustancialismo propio del ingenuo uso del lenguaje que hacemos (1),
que Tarski (2) permite abordar con éxito con su distinción entre
lenguaje y metalenguaje, es el responsable del error.
Sin
embargo es la tendencia de muchos seres humanos a eludir su
responsabilidad, y no el error mismo, la que ha difundido hasta el
aburrimiento este uso del término “ego” como si fuera un
delantal psíquico-moral (3).
La
referencia del ego no es ningún tipo de entidad, sino una mera
confusión psicolingüística. Los seres humanos, como bien dicen los
sufís desde hace muchos siglos, usamos un variado número de
máscaras, personajes o personalidades (4), que encarnan los
diferentes roles que representamos a lo largo de nuestras vidas:
ahora hago de padre amoroso, ayer de general implacable, luego de
amante clandestino, de cumplido esposo, de ciudadano respetable (5),
etc. Es imposible vivir en una sociedad eludiendo representar todo
tipo de papel -o rol, como se prefiera llamar-, y los papeles que
representamos a lo largo de nuestra vida, a lo lardo de la obra de
teatro en que ésta se desenvuelve, son muchos y variados.
Para
un actor de cine o de teatro, ser un buen actor es identificarse con
su rol, con su papel, y ser un mal actor es representar ese papel,
ese rol sin creérselo, sin identificarse con el papel, es decir,
siendo siempre más él mismo que el personaje que está
representando.
La
persona consciente sabe que todo papel que desempeña en esta
sociedad no es mas que un papel, y ningún papel es él, él es el
actor.
Pero
el buen actor es aquél que se identifica con su papel. De este modo
los muy buenos actores llegan incluso a confundirse ellos mismos con
los papeles que representan, e incluso llegan también a confundir a
cada uno de los otros con los papeles que están representando en ese
momento en la obra de la vida, en el gran teatro del mundo. Es
precisamente esta confusión del buen actor con el papel que
representa en ese momento de su vida a la que llamamos ego -aquí si-
con propiedad.
El
ego no es una entidad, sino una confusión lingüística, justamente
aquella confusión que consiste en pensar que cuando hablamos del
papel que estamos representando, en realidad estamos hablando de
nosotros mismos.
Cuando
hablamos del ego estamos mencionando un uso erróneo del lenguaje, y
la confusión de los psicólogos impregnados por la new age estriba
en creer que estamos usando el lenguaje, es decir, que estamos
hablando del mundo extralingüístico, del llamado mundo real y no de
un error lingüístico (6).
El
ego es una confusión, es pensar que yo soy el personaje que
interpreto. Y como todo personaje de teatro es hijo de un guión, que
suele estar escrito en un papel, el ego es endeble, incoherente,
incompleto, sin un origen real y sin una finalidad real, sin más fin
que salir del paso en esa escena teatral, sin más fin que entretener
al espectador. El ego es, por eso, débil, enclenque, no se sostiene
más allá de la obra teatral, no se sostiene en la realidad, donde
carece de verdadera sustancia.
Por
esa razón, por su enclenquez, por ser de papel (por estar en un
guión y no en la vida), se percibe, con acierto, como débil, como
necesitado de alimento continuo, como necesitado de protección y
cuidados especiales. Cuidados que corremos a brindarle, pues nuestra
confusión del personaje con nosotros mismos nos hace atribuirnos a
nosotros su debilidad y su insustancialidad. Y a temer por nosotros
al temer por él, por el ego. Por eso lo cuidamos y alimentamos, por
eso lo protegemos ferozmente. Por la confusión en la que estamos
sumidos.
Pero
indudablemente quien representa el personaje soy yo, el actor, y es a
mí a quien debo atribuir los errores y disparates que cometo cuando
lo represento. El papel no se representa solo, yo soy el real
responsable de todo cuanto hago cuando lo represento. Y soy también
el responsable de la confusión en la que estoy cuando creo que el
papel que represento soy yo mismo (7).
Pero
esta responsabilidad no me gusta nada. Yo no quiero ser responsable
mas que de los aciertos y bondades de mi vida, de la vida, del
universo. El mal y los fallos tienen que ser siempre de otro. Y como
aquí no hay otro, se los atribuyo al ego, que se convierte así en
un otro, en algo o alguien real distinto de mí, de mi verdadero yo.
Por
ello estoy encantado de que un profesional especialista en el
funcionamiento de la psique humana me descargue de dicha
responsabilidad, estoy encantado de que un buen número de psicólogos
me aseguren que no soy yo el responsable, sino mi ego, una especie de
tirano que me domina a mi pesar.
Por
ello pago contento al psicólogo por la descarga de mi
responsabilidad y la limpieza de mi conciencia, aunque eso suponga
reconocerme tan débil que hasta el ego, ese “ente” tan flojo que
necesita continuo alimento psíquico, me domina con frecuencia y
facilidad.
Y
por eso algunos psicólogos repiten una y otra vez ese mantra a sus
“pacientes”, porque les llena la consulta de clientes y les hace
creer que están ayudando a sus pacientes a curarse, ya que esos
pacientes se marchan aliviados de sus consultas y de los cursos y
cursillos que les imparten: ellos no son responsables de ningún
error o maldad, el responsable es el malvado EGO. Qué respiro! Qué
alivio!
Sin
embargo el peligro que no se percibe no se puede prevenir, y el error
del que no se es consciente es muy difícil de evitar. Con el uso y
abuso del “ego delantal” me estanco, impido mi progreso y mi
maduración como ser humano plenamente responsable de sí, de sus
acciones, y de las consecuencias de sus actos. Desde ese uso
sustancialista del término ego esa maduración hacia la adultez se
convierte en imposible o en extraordinariamente difícil. Y mi
infantilismo, que me lleva a creerme y desear ser un niño inocente e
impotente (pues me he creído que no puedo escapar de mi ego, ni
tomar por mi mismo mis propias decisiones), se afianza y adquiere
carta de verdadera naturaleza.
Así
en lugar de adultos somos niños, sin ningún deseo de crecer ni de
madurar.
Los
gurús, maestros, guías, gobernantes, jefes, padres, líderes, y
demás “autoridades” semejantes están encantados con el cuento
del ego. Nunca tuvo satanás mejor sustituto (8) (9).
Abu
Fran.
NOTAS:
(1)
Este sustancialismo supone que todo sustantivo, todo nombre de
nuestro lenguaje tiene como referente una sustancia, algo real, sea
material, energético o espiritual.
(2)
Alfred Tarski, Varsovia (Polonia) 1902 – Berkeley (USA) 1983.
(3)
La no distinción entre uso y mención en el lenguaje es también la
responsable de la aparición de un sin fin de paradojas. No me
resisto a citar, aunque sea de memoria, la famosa paradoja del puente
que aparece en “El Quijote”: Cuenta el libro que había un señor
que tenía unas tierras que eran atravesadas por un pequeño río. El
señor mandó construir un puente para pasarlo, y colocó en uno de
sus extremos a dos guardias con una horca, con la orden de que
hicieran jurar a cuantos pasaran por el puente, y si juraban verdad
que los dejaran pasar, mas si juraban falsedad que los ahorcaran allí
mismo. Así las cosas, acertó a pasar por el puente un estudiante, y
cuando le pidieron juramento dijo “juro que he de morir colgando de
esa horca”, mientras señalaba la que los guardias tenían a su
lado. Cómo hicieron los guardias para cumplir las órdenes de su
señor?
(4)
El término que usemos para referirnos a ellas depende del contexto
teórico en el que nos situemos. Para los sufís son los nafs.
(5)
Neil Douglas-Klotz, en su libro The sufi book of life, expone un
interesante método para hacer que los distintos personajes que
represento actúen en equipo y de forma coordinada.
(6)
También para algunas corrientes psicológicas, originadas hace
aproximadamente un siglo (especialmente las que beben del
psicoanálisis), el ego tiene una existencia real.
(7)
Que esta confusión pueda explicarse partiendo de mi biografía no
merma en nada mi responsabilidad. Y tampoco justifica mis actos.
(8)
Quiero aquí a contar un cuento de inspiración sufí:
Había
una vez un sacristán católico que adquirió la costumbre de freírse
un huevo después de la celebración de cada misa, usando como fuego
la llama del cirio mayor de la iglesia. Un buen día le descubrió el
párroco, y ante su reprimenda el sacristán balbuceó: “Es que el
diablo me tentó”.
Cuentan
las crónicas que en ese preciso momento se le apareció satanás en
persona, le dio una bofetada y le dijo :”Qué rábanos el diablo!,
el huevo frito!”
(9)
El seij Abu Madyan (Sevilla, España, 1126 – Tlemecén, Argelia,
1198), apunta en su obra este uso de satanás como delantal.
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