EL
ENGAÑO DE LAS TERAPIAS REVOLUCIONARIAS
La
obsolescencia programada es un acuerdo al que llegaron varias
corporaciones, y que se produjo a mediados del siglo XX: como la
competencia del mercado llevaba paulatinamente a la producción de
productos cada vez más duraderos los mercados iban saturándose;
ante esta situación las grandes corporaciones, comenzando por las de
producción de bombillas y lámparas eléctricas, acordaron no
producir nada que durara más de un tiempo limitado y acordado
previamente por todas estas corporaciones (o por las más poderosas),
estableciendo un sistema de sanciones a aplicar a las empresas
mercantiles que se atrevieran a producir artículos de calidad y
duración más allá de los límites marcados.
Esta
forma de proceder se ha generalizado ya y cada vez que se lanza un
nuevo producto ya está programado cuál es su tiempo máximo de
funcionamiento y validez, para hacer hueco en el mercado a los
productos que lo sustituirán.
A
este principio no escapan las espiritualidades en esta sociedad
capitalista, que distan mucho de ser superficiales. Esa es
precisamente la queja de la New Age y de los nostálgicos del pasado,
la superficialidad de las espiritualidades de esta sociedad de
consumo (o capitalista, son sinónimos).
Sin
embargo los códigos ínsitos en las espiritualidades de nuestra
sociedad de consumo son códigos profunda y sólidamente enraizados
en la ideología de la sociedad capitalista, que precisa del consumo
desaforado para seguir funcionando, y distan mucho de ser
superficiales. Estos códigos obedecen a su lógica y razón de ser,
y se rigen por los mismos principios por los que se rige todo cuanto
en esta sociedad se produce. Son espiritualidades sometidas a la
obsolescencia planificada, es decir, son productos de consumo (como
lo es la felicidad y el amor, por poner dos casos paradigmáticos,
que también se consumen, se agotan o quedan obsoletos, y se
sustituyen), y como todo producto de consumo no han de durar
demasiado.
Se
trata de consumir espiritualidad, o mejor dicho, de venderla. Y para
que el consumo no se detenga, mediante el mecanismo de la moda se
provoca la obsolescencia de la espiritualidad que se había vendido
antes, para sustituirla por otras aparentemente nuevas: todos los
cambios caducan rápido y exigen otro cambio posterior. Para ello se
provoca la ilusión en los consumidores de espiritualidad de que cada
cambio a otra espiritualidad (que, por supuesto, recibe el
calificativo de “nueva”) comporta una nueva situación, una nueva
era (New Age), nueva era que tendrá también que quedar rápidamente
obsoleta. Pero eso sí, todo se hace sin que realmente cambien los
fundamentos del sistema: el imperio del capital (que no del dinero)
sobre las personas.
Claro
que
para
que esto sea fácilmente realizable se
venden espiritualidades y
defectuosas,
es decir, que no satisfacen las necesidades y anhelos de los seres
humanos. Aunque
resuelvan alguno de sus problemas o respondan a alguna de sus
inquietudes no responden
a aquellas que son vivencialmente básicas, fundamentales (las
peguntas ineludibles del ser humano, las que según
Kant
intenta responder la metafísica).
Estas
espiritualidades
defectuosas
requieren
compradores, consumidores poco exigentes,
para lo cual el sistema produce ámbitos de ignorancia
sistematizada sobre estas cuestiones
(este tema fue estudiado con detalle, a finales del siglo
XX
en la Universidad de Estocolmo, con
una destacada participación de
Jan
Ekecranz),
de manera que el consumidor de espiritualidad
no
se dé cuenta de que está comprando y
consumiendo
algo
que
al final no le servirá para lo que realmente anhela en el fondo de
su corazón.
La
insatisfacción que producen estas espiritualidades defectuosas y el
malestar vivencial que genera la sociedad consumista crean un
nuevo nicho de mercado, el de las terapias.
Puesto
que las espiritualidades de esta sociedad dejan
a las personas con un malestar vivencial, éstas acuden a los
terapeutas para que calmen su malestar en cualquiera de sus diversas
manifestaciones: desánimo, tristeza, insatisfacción,
desorientación, aburrimiento, frustración, desesperanza...
Hacia
este nicho de mercado fluyen los recursos, tanto de capital cuanto
humanos (en el sistema capitalista son perfectamente intercambiables,
por
eso se habla de capital humano en lugar de hablar de personas),
y crean un sinfín de terapias nuevas, rápidas, prometedoras y
edulcoradas con
el vislumbre
de una fácil felicidad. Terapias que se construyen a toda prisa, sin
casi ensayo ni investigación, con escasos o
nulos fundamentos
y sin constatar sus efectos a largo plazo, entre ellos el de la
perdurabilidad de sus efectos beneficiosos.
Perdurabilidad
que, en este contexto, es una grave inconveniente para cualquier
nueva terapia que se pretenda vender, pues
atenta directamente contra el espíritu de las sociedades
capitalistas que exige la rápida obsolescencia de todo, también de
las terapias y de sus resultados.
En
su concepción y arquitectura estas
terapias no se escapan al fundamento y estructura de cuanto se
produce en la sociedad de consumo: la obsolescencia programada, por
lo que serán continuamente sustituidas por otras.
Por
supuesto, esta sustitución viene
posibilitada
por la insuficiencia de estas terapias para sanar a quienes acuden a
ellas y por la producción
de un campo de ignorancia sobre la naturaleza misma de la dolencia o
malestar que
se pretende sanar,
condición necesaria para que se compre la terapia deficiente. El
conocimiento de los motivos por los que estas terapias y
espiritualidades no tienen efectos duraderos o permanentes debe ser
ignorado, pues conocerlos llevaría a muchas personas a cuestionar
los principios mismos del sistema consumista, es decir, las mismas
raíces de la sociedad en la que vive. Y evidentemente esto es algo
que se pretende evitar a toda costa.
Cuando
se percibe vagamente la
condición deficiente o insatisfactoria de las terapias siempre
nuevas que se dispensan,
las
personas buscan
terapias
y espiritualidades sustitutorias que tengan el marchamo de la
perdurabilidad. Así acaban por encontrar (o piensan que las han
encontrado)
terapias y
espiritualidades milenarias,
que no han sido sustituidas por otras a lo largo de muchos años, sin
caer en la cuenta de que esas terapias y
espiritualidades milenarias
son extraordinariamente útiles para las dolencias y
anhelos de
todo tipo
que se generan en otros
tipos
muy distintos
de vida
y de sociedad,
pero que no están bien adaptadas a las dolencias y anhelos de los
seres humanos de
nuestro tiempo y sociedad, pues
la psique y la espiritualidad humanas no son inmutables, como tampoco
lo son los sentimientos humanos; todos ellos van variando a lo largo
de los milenios, y aún de los siglos.
El
encuentro con estas disciplinas casi siempre milenarias no es
fortuito, es un encuentro que con frecuencia es también un producto
de consumo: una pléyade de guías de la búsqueda llevan a un sinfín
de personas a estas antiguas espiritualidades y terapias. Sin
embargo, estas antiguas terapias y remedios,
para que puedan ser consumidas por una persona occidental precipitada
y urgida, ignorante e irresponsable de sí, se maquillan y modifican
convenientemente para nuestra sociedad o nuestro siglo.
Este
maquillaje y remozamiento son imprescindibles para que el occidental
pueda consumirlas, pues la exigencia de tiempo, de
entrega y
abandono, y la dedicación que exigen no son asumibles por los
consumidores.
Así tenemos un budismo, por poner un ejemplo, para occidentales, o
un nuevo yoga que incrementa la potencia muscular en sudorosas y muy
movidas sesiones, pero
totalmente alejado de la finalidad y camino espiritual del yoga
originario.
Esa
es la razón por la cual religiones que han sido útiles durante
siglos ahora no nos sirven
para casi nada, excepto para ser vendidas (remozadas, repintadas y
con nuevo y atractivo envase) en el mercado espiritual como
nuevas
verdades eternas.
Que
la conjunción de los adjetivos “nueva” y “eterna” no espante
a los usuarios de las mismas (o seguidores, o fieles, o como se les
quiera llamar, a la postre, y con rigor, son realmente consumidores)
es
indicio de la ignorancia sobre estas cuestiones y aspectos de la vida
que se ha inoculado en ellos.
El
consumismo todo lo digiere (o casi todo), lo deglute y lo consume.
Cuando
menos, la gran rapidez con la que se sustituyen las modas de
ésta o aquélla milenaria práctica o espiritualidad debería
hacernos sospechar, pues la rapidez de su sustitución no acaba de
casar con su carácter milenario.
Es
un mercado para oportunistas y avezados inversores y empresarios.
Como todos los mercados en esta sociedad.
En
el mercado estamos, compramos y vendemos, pero el sufí tiene su
corazón en la realidad.
Abu
Fran. Abdal
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