DESORIENTACIÓN
DE LOS OCCIDENTALES.
El
sin sentido de la vida radica en la razón.
Decía
Aristóteles, el
príncipe de los filósofos, que el hombre es un ‘zoom
politikon’, un
animal social por naturaleza, y que, con independencia de cuál fuera
su interés por la política, ésta iba a determinar cómo
transcurriría su vida; los hombres podemos ocupamos de la política
o no hacerlo, pero la política se ocupa de delimitar el espacio en
el que forzosamente nos vemos obligados a desenvolvemos. Si alguna
tesis de éste gran filósofo permanece aún indiscutida, es ésta.
Esa
extraña cualidad, que hace de la política ineludible para el ser
humano en tanto que ser social, impregna, con mayor radicalidad
todavía, la filosofía, más allá incluso de la sociabilidad
consustancial al ser humano. Como señala el maestro Gramsci, podemos
ocuparnos en filosofar o soslayar hacerlo, pero ineludiblemente la
filosofía constituye el substrato con el que construimos nuestra
visión del mundo, proyectamos nuestra praxis, y entendemos lo que
ocurre.
Así,
verbi gratia,
a las atenciones inusuales de mi compañero de trabajo les atribuyo
forzosamente un concepto, y pienso que lo que pretende es mi amistad,
o bien que sólo tiene esas deferencias conmigo porque pretende una
relación sexual, o porque quiere demostrarse a sí mismo que a sus
50 años todavía es capaz de conquistar a una mujer, o... El
concepto que utilizo para vivir las atenciones de dicho compañero me
hacen sentirme de una manera especial, así, si pienso que pretende
mi amistad y es eso precisamente lo que quiero de él, estaré
complacida con sus atenciones, me sentiré bien y a gusto con él, y
mi estar y sentir determinará mi comportamiento, y mi comportamiento
influirá en el suyo. Si, por el contrario, pienso que solo pretende
reforzar su ego maltrecho por la imagen que se vende de los hombres
de 50 años, tal vez rechace sus atenciones, me sienta incómoda y
molesta ante ellas, y distante, fría y descortés con él, y mi
comportamiento influirá en el suyo. De este modo los conceptos que
yo utilice me harán vivir una u otra experiencia, mis conceptos
construirán, construyen mi experiencia y mi vivencia.
Esto
funciona así todos los días, y de entre todos los conceptos que
utilizo para construir mi experiencia hay algunos que resultan de
aplicación ineludible para todo ser humano, entre ellos el concepto
de realidad (¿qué es lo real?), el de verdad, el de conocimiento,
etc., es decir, aquellos conceptos cuya articulación racional se ha
denominado filosofía.
Gramsci
nos muestra que, si renunciamos a ocuparnos de la filosofía, nuestra
visión del mundo (aquella con la que interpretamos y construimos el
mundo, la vida cotidiana, el saber y la ciencia) estará formada por
retazos inconexos, y hasta contradictorios, de filosofías
pretéritas. Pero en ningún caso está libre de toda filosofía: la
incoherencia inconsciente de los conceptos que utilizo para construir
mi experiencia y mi mundo no los libra de tener su fundamento en una
filosofía, la incoherencia no proviene de que haya conseguido huir
de la filosofía, sino de que estoy utilizando los conceptos de
filosofías incompatibles entre sí, inconmensurables entre sí.
Cuando
la reflexión filosófica no forma parte de mi quehacer consciente,
la filosofía que utilizo de modo inconsciente es siempre una
filosofía pretérita, o, mejor, retazos de filosofías pretéritas,
filosofías que han acabado por formar parte del acerbo cultural o
del sentido común de las gentes entre las que me he educado.
De
este modo, los avatares de la filosofía se reflejan, con bastantes
años de retraso, en el pensar y sentir de la población del mundo
occidental, pues la filosofía impregna la política, la teoría y
metodología de la ciencia, la pedagogía, la ética, .…
Esta
obvia tesis, por lo demás fácilmente contrastable, permite explicar
la pérdida de ideales y de patrones orientativos propia de nuestros
días, como consecuencia del absolutismo inclemente del cosmos,
cosmos como realidad al que recurren la filosofía y la ciencia como
reacción defensiva frente al absolutismo del dios tardomedieval.
Veámoslo
con un poco de detenimiento.
Como
consideración complementaria para la mejor intelección de cuanto
decimos debemos recordar que el mundo occidental es un mundo de
individuos. Sin entrar en mayores consideraciones, que nos llevarían
a una disgresión demasiado extensa, piensese que ya la tragedia de
Antígona lo es por el conflicto que surge entre el criterio
individual de ésta respecto de lo que debe hacer (ética), y el
criterio de la ciudad-estado en la que vive sobre lo que se debe
hacer (moral). El cristianismo, a partir de la mal llamada reforma
protestante, entronca con la concepción individualista del derecho
civil romano, saltándose así las concepciones germánicas que han
ido infiltrándose en el catolicismo, y convierte al individuo en
máximo y único interprete y exégeta de la palabra de dios.
Desde
este punto de vista, podemos deducir que la crisis de desorientación
se vivirá de modo diferente en aquellos países donde subsiste un
acervo colectivista como substrato filosófico-político, y aquellos
otros en los que el individualismo capitalista campe a sus anchas. La
expresión de este
incuestinable
predominio del individualismo capitalista son
todas las leyes y normas que hacen prevalecer la libertad individual,
la libre competencia y el libre mercado por encima de otras
consideraciones (1).
El
dios occidental de final del medioevo es un dios al que nada se le
opone, el mal ha sido definitivamente erradicado incluso del
horizonte filosófico y teológico, y todo cuanto ocurre y es,
ocurre y es por la voluntad omnipotente divina. El adorno de la
omnisciencia que acompaña a este mismo dios hace insoportable la
posición del ser humano en el mundo, pues, ante la acción conjugada
de las conclusiones de que dios los sabe todo, y la de que lo puede
todo, el ser humano como individuo pierde su personal sentido, pues
su voluntad es mera ficción. Dios lo conoce todo, tanto el pasado,
cuanto el presente o el futuro, y hasta los más ocultos pensamientos
son conocidos por dios; pero es un dios que no solo conoce, sino que
decide, pues no se mueve una hoja del árbol sin el concurso de su
voluntad.
El
ser humano ni siquiera es, ni existe sin la acción de lu voluntad,
siquiera se manifieste ésta como providencia. Cada ser humano es un
capricho y juguete de las decisiones de un dios inescrutable, la
libertad humana se muestra como misterio inexplicable o como absurdo
(cómo puedo ser libre si cuanto voy a hacer lo sabe dios desde antes
incluso de la creación del mundo?); La vida humana, individual o
colectiva, carece de sentido a nuestro alcance, pues, o no tiene
sentido, o radica en un dios cuya razón y criterio son
inalcanzables.
Cabe
señalar que incluso el bien es resultado de la voluntad divina, pues
es bueno lo que dios quiere que sea bueno; la omnipotencia divina
está reñida con la subordinación a ningún criterio o norma, que
estaría así por encima de él y a la que estaría sometido, por eso
no puede existir un criterio de lo que es el bien contrario o
distinto a lo que dios quiere que sea el bien.
Si
solo existe un dios único, nada, que no sea lo que hay, está
permitido; solo ocurre lo que dios quiere, y lo que dios quiere es lo
permitido, lo que hay. Así, cuanto ocurre está no solo justificado,
sino valorado positivamente y de modo absoluto: todo cuanto ocurre,
ocurre porque lo quiere dios, ocurre como tiene que ocurrir, es como
tiene que ser, y, aunque no seamos capaces de apreciarlo, siempre
ocurre por el bien del todo, de dios, de su obra. El bien del todo no
es más que el desarrollo de su esencia, la realización de su
esencia, el camino hacia la cúspide y meta que dios ha colocado en
el germen de todo como su fin; nada podría ser mejor, con palabras
de Leibniz ‘estamos
en el mejor de los mundos posibles’.
Para
quien observa críticamente que el mejor de los mundos posibles tiene
en su haber campos de concentración y de exterminio, cámaras de
tortura, mecanismos de opresión y destrucción al servicio del
capricho de alguna subjetividad humana con poder suficiente para
destruir sin freno, sin mas freno que el poder de los otros; para
esta conciencia crítica, decimos, el mundo no solo es inhabitable,
sino que también es incuestionablemente aplastante.
Cuanto
ocurre y es no es cuestionable, juzgarlo ya es pecado de idolatría,
cuestionarlo, lesa traición de ateísmo; la única postura es alabar
lo que sucede, bendecir el bien que dios derrama sobre sus criaturas
con el predestinado acontecer de todo hecho, considerar que cualquier
intento de mejorar o cambiar algo es blasfemia. Incluso la misma
conciencia crítica es sana prueba que debe llevar a la ciega
bendición del horror absurdo, pues hasta dicha conciencia crítica
es obra y decisión de dios.
No
es que todo cuanto ocurre está permitido, sino que todo cuanto
ocurre es bueno, es lo mejor que podía ocurrir, puesto que dios, en
su infinita bondad y desde su omnipotencia, ha elegido lo mejor.
Frente
a este dios angustiante y omnipresente, los occidentales reclaman el
auxilio de la ciencia, que se convierte en refugio y paradigma del
nuevo saber.
La
ciencia sustituye a la religión como explicadora del mundo y como
fuente, por tanto, de la intelección de la génesis de cuanto
ocurre, y, por ello, como presunta suministradora de sentido. La
filosofía desarrollada como fundamento metafísico, racional y
epistemológico de la religión es sustituida por las filosofías
construidas en torno a las ciencias positivas, de las que son
justificación, metafísica fundamentadora, base epistemológica, y
garante de su verdad. Surgen así racionalismos y empirismos
alrededor de estas ciencias físico naturales, cuyo esplendor se
alcanza a lo largo del siglo XIX.
Para
esta ciencia el universo se muestra espacialmente inconmensurable, un
universo en el que el ser humano y su planeta son una mera mota de
polvo perdida en la inmensidad del espacio y totalmente periférica.
Muestra
también un tiempo cósmico igualmente inabarcable y fuera del patrón
de medida de la vida individual o de las comunidades históricas,
pues la ciencia supone que el desarrollo del universo comenzó hace
unos 20.000 millones de años (y, a nuestros efectos, es indiferente
que el intervalo en el que debamos colocar esta cifra se encuentre
entre los 15.000 y los 30.000 millones de años, cifras en las que se
centra el actual debate o investigación sobre el comienzo del
desarrollo del universo), tiempo frente al que la duración de la más
longeva de nuestras civilizaciones, culturas o imperios históricos
(¿5.000 años? ¿12.000?) resulta más breve que el primer parpadeo
de nuestros ojos inmediatamente después del nacimiento, en relación
a la duración de nuestras vidas.
Nuestro
planeta y su duración en este inmenso y casi eterno universo, son
como la extensión y duración de una de las pequeñas burbujas que
provocan las olas en la playa (el espacio físico tridimensional que
ocupa la burbuja, desde una concepción euclidiana del espacio), con
relación a la extensión y duración del vasto océano.
El
ser humano se ve, otra vez, agobiado y asfixiado por el nuevo marco
filosófico en el que se sitúa; el absolutismo del universo, que el
refugio en la ciencia ha convertido en la realidad por excelencia,
vuelve a privar de sentido y razón a la existencia humana,
existencia totalmente innecesaria y casual en el acontecer del
universo. Un universo que se muestra igualmente indiferente ante el
acontecer humano.
Es
también este absolutismo inclemente de la realidad construida por la
ciencia (lo que la ciencia nos dice que es la realidad), del que
hablaba Blumenberg, el que permite que se desarrolle el germen del
nihilismo, que ya estaba presente en las tesis del doctor angélico
(Tomás de Aquino), pues relativiza de forma igualmente absoluta la
acción humana, hasta el punto de hacer indiferente cualquier acción
política, incluidos los campos de exterminio.
Así,
las obviedades y patrones orientativos que se heredan del pasado
pierden su credibilidad y, con ella, su eficacia, y el hombre
occidental se encuentra en una molesta inseguridad de la que no puede
salir, pues las cosas obvias de la tradición, como señala F.J.
Wetz, no se pueden renovar por decreto.
Desde
el entendimiento, que denominaba Kant, o desde la razón, o la mente,
que llaman los de la nueva New Age, el problema no tiene solución.
Es decir, la vida humana no tiene sentido.
El
reto es pues abandonar el entendimiento sin caer en la sinrazón o en
el absurdo, pues construir algo desde la negación de la razón es
depositar en ella el predominio y la importancia de todo, el negativo
de una fotografía es también una fotografía, pero con los colores
cambiados (complementarios).
Sólo
la mística nos permite la supervivencia desde la plenitud del
sentido de la vida. En eso estamos.
Abu
Fran, abdal.
NOTAS:
(1)
No me resisto a recordar que
el efecto de este colectivismo ha sido, en occidente, la huida hacía
ideales colectivistas, ora xenófobos ora inclementes con los
disidentes, ante la falta de sentido individual. Pero este es también
otro tema.
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