TRISTEZA
Y VICTIMISMO.
Alimentarse
de los otros.
Somos
mucho menos responsables de lo que nos gusta pensar.
No
elegimos de quién nacemos, ni los genes que nos tocaron, ni la
educación que recibimos, ni los hermanos que tenemos, ni el país en
el que vemos el sol, ni la religión en la que nos educan, ni nuestro
carácter, ni nuestras primeras experiencias (las segundas y terceras
tampoco, aunque nos gusta pensar que sí), ni nuestros pensamientos
(que nos asaltan cuándo a ellos les viene en gana), ni nuestras
querencias (podemos, tal vez, hacer lo que queremos, pero no podemos
querer lo que queremos)... tampoco elegimos la educación de aquellos
de quienes nos enamoramos (ni elegimos enamorarnos de éste o de
aquél), ni la de nuestro jefe, ni la de nuestro alcalde, ni la de
nuestros diputados a la asamblea legislativa,... ni su carácter, ni
sus intenciones,... Y, sin embargo, y por ejemplo, las leyes bajo las
que vivimos conforman de tal manera nuestro espíritu que podemos
llegar a pensar que la poligamia -si somos marroquíes- es lo
'natural'.
Como
podemos fácilmente ver, elegimos mucho menos de lo que pensamos, y
no podemos sentirnos responsables (y menos aún culpables) por lo que
no estuvo en nuestra mano elegir.
Solo
nos queda aceptar u oponernos a lo que el destino nos depara, y
actuar desde el corazón y con recta intención; eso es todo, lo
demás es espejismo, ilusión (que solo a los ilusos compete), o
sórdida justificación de los mecanismos de opresión de los
impotentes, entre ellos las leyes y normas penales -de castigo- de
estados, gobiernos, religiones, jefes, etc., cuya estructura aparente
es siempre la misma: recibes el 'justo' castigo porque 'libremente'
obraste mal -lo que subyace es un silogismo mucho más simple: te
castigamos porque lo que dices o haces no conviene a nuestros
intereses.
No
nos hacemos ningún favor si aceptamos la falacia de nuestra aparente
omnilibertad, ni
siquiera la de la simple libertad y
su castradora consecuencia de culpas, castigos y autocastigos,
responsabilidades y remordimientos y penitencias.
Indudablemente
no da igual lo que hagamos, pero debemos distinguir con clara
conciencia qué está realmente en nuestras manos elegir en cada
momento y qué nos viene dado por la situación y las circunstancias
(o por los dioses). De lo primero somos responsables, frente a lo
segundo únicamente cabe el estilo con el que lo afrontemos -la
rectitud de intención y el amplio corazón-.
Del
resultado de nuestra acción, la que verdaderamente pudimos elegir,
podemos alegrarnos o lamentarnos -sólo para corregir en el futuro-,
pero de lo que nos vino dado no. Ocurrió así porque así tenía que
ocurrir, porque los dioses así lo dispusieron, o porque el ciego
azar así se conjuró, y cualquier actitud que no sea la aceptación
de lo ocurrido -y el ánimo de aprender de lo ocurrido- carece de
sentido y a nada conduce, pues no podemos cambiar ahora lo que
tampoco estuvo en nuestra mano cambiar entonces.
No
recurramos pues a la tristeza pues no la necesitamos, ni estamos tan
dejados de la mano de los dioses (o del destino) como queremos o nos
gusta pensar. La tristeza es un sentimiento autocompasivo con el que
dirijo
mi espíritu hacía mi mismo, y lamo y cuido mis fingidas heridas -la
herida verdadera no origina tristeza, sino dolor o atención-,
heridas que de este modo adquieren cada vez más fuerza e
importancia. La tristeza se centra en la excesiva importancia que a
veces nos concedemos, es, por tanto, una percepción distorsionada
del mundo en que vivimos: ni somos tan importantes, ni, por tanto,
tan grave nada de lo que podamos hacer o nos pueda ocurrir.
Sin
embargo, a juzgar por lo mucho que nos dolemos, o que nos
atormentamos con la culpa, o que nos castigamos con la penitencia, la
tristeza y la autopunición, y el ir por el mundo como víctima (de
mi mismo o de los demás o de los dioses), parece ser algo bastante
placentero. En algo nos traerá cuenta.
Será
verdad que la sarna con gusto no pica?
Descubriste
ya por qué el subtítulo de este escrito es: “alimentarse
de los otros”?
Yo no te lo diré.
Abu
Fran, abdal.
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