FRAILES Y MONJES
Había sido tal vez
la casualidad la que había hecho que en aquella sala del Vaticano
coincidieran los tres. Los tres eran hombres maduros, ninguno de
ellos cumpliría ya los cincuenta, y se notaba en ellos los largos
años de claustro y retiro en sus conventos y monasterios.
La conversación
surgió suavemente, sin hacer ruido, y fue desarrollándose poco a
poco, hasta que llegado a un punto:
- Bueno
-sentenció el fraile franciscano-, creo que ya podemos concluir
en qué destaca cada una de nuestras órdenes por su perfección.
- Definitivamente
-prosiguió-, cuando se trata de elaborar licores o de entonar el
canto gregoriano, los Benedictinos sois los mejores, no tenéis
igual. Cuando se trata de negociar con el poder, o de conseguir su
apoyo, o de discutir cuestiones de teología y filosofía, no hay
nadie como los Dominicos, sois sin duda verdaderos
expertos.
- Pero -concluyó
el franciscano, tras tomar algo de aliento-, cuando se trata de
humildad, no hay quien nos iguale, los Franciscanos
somos sin duda los más humildes.
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